Roma, capital ideológica del Imperio español



El Imperio español se organizó con, al menos, tres capitales. La primera, y más evidente, la capital política, que fue Madrid. La capital económica y comercial fue, evidentemente, Sevilla. Pero hubo una tercera capital, no menos relevante, y también del Imperio, que cumplió las funciones de capital ideológica y legitimadora: Roma.
La Roma de la Modernidad está asociada al Imperio español en el imaginario colectivo a través de la infamia del Saco o la truculenta historia de los Borgia. Sin embargo, esto es una historia de trazo grueso y estos hechos son meras anécdotas en la verdadera historia de la vinculación entre Roma y España.
Los años que transcurren entre los Reyes Católicos y Carlos II, que corresponden aproximadamente con los siglos XVI y XVII, es la época en los que Roma volvió a tener una posición de representatividad en Europa como hacia siglos que no tenía. Una vez retornados los papas desde Aviñón y superada la decadencia de la ciudad en la Baja Edad Media, nos situamos en los años de Miguel Angel, Rafael, Bernini y Borromini. Es la época en la que se construye la nueva basílica de San Pedro, se reforma San Juan de Letrán, se pintan la capilla Sixtina y las Estancias de Rafael y surge Il Gesù, por nombrar una pequeña representación de la inabarcable suma de obras maestras que hizo de Roma el hito artístico universal que hoy es. Nadie se puede engañar pensando que toda esa grandeza fue debida a la riqueza inherente a Roma o sus Estados Pontificios, que, literalmente, no eran capaces ni de producir en abundancia suficiente como para alimentar a sus súbditos. La grandeza monumental y artística de la Roma barroca se explica de una forma equivalente a la grandeza de la Roma que construyó el Foro de Trajano, el Coliseo o el Panteón. Si en el tiempo de los emperadores era la ciudad principal de un imperio que abarcaba todo el Mediterráneo y parte de Europa, en el tiempo del Barroco era el centro religioso, ideológico y representativo de un imperio que abarcaba parte de Europa y de América.
Y es que esta fue también la época en la que la monarquía de los Austria extendió un doble imperio, en el Nuevo Mundo y en Europa, con su base bien asentada en Castilla. La hegemonía de esta potencia fue incuestionable durante buena parte de esos dos siglos. E Italia fue, quizás, el lugar de Europa en el que más claramente se manifestó esta hegemonía.
Desde las Vísperas sicilianas, en 1282, la Corona de Aragón se había vinculado con los reinos del sur de Italia y el resto de islas del Mediterráneo occidental. Esta vinculación de tipo dinástico y comercial fue potenciada por Fernando el Católico, a pesar de la unión dinástica de Castilla y Aragón y el resto de proyectos expansionistas a los que Castilla se había lanzado en América o el norte de África. Tras los Reyes Católicos, su nieto, Carlos I de España y emperador Carlos V de Alemania, incluyó al Milanesado entre las posesiones gestionadas por el Imperio español en Italia. Atrás quedó la influencia germánica ejercida en Italia durante buena parte de la Edad Media, o la francesa que, por mano de los Anjou, había estado presente desde la baja Edad Media. Desde el siglo XVI fue el turno de España en el control de la península italiana.
Y los Estados Pontificios, y Roma, no fueron una excepción. Sin embargo, a diferencia del control político directo mediante la anexión o cualquier otro mecanismo de conquista empleado en otras regiones, el Imperio español ensayó un sistema de dominio imperialista de tipo blando o indirecto en Roma. Esto se hizo así porque incluir los Estados pontificios como una provincia más del Imperio hubiera implicado descabezar la monarquía papal, sustituyéndola por un virrey, según el sistema habitual en el resto de regiones que eran controladas desde Madrid. El principal interés en dominar Roma era canalizar su poder simbólico como centro de la cristiandad católica hacia los intereses españoles. Por lo tanto, desposeer de su legitimidad al papa hubiera dilapidado la ventaja que suponía el poder simbólico de la Ciudad Eterna. Sin embargo, era mucho más interesante orientar al pontificado para que sus designios fueran favorables al Imperio. Además, hubiera sido difícil de justificar de cara al resto de estados católicos.
De esta manera, con papas pro-hispanos, la monarquía de los Austria se garantizaba dos grandes beneficios. Por un lado la legitimidad tendía a estar de su lado. Por otra parte, el dinero de la Iglesia fluía con facilidad hacia las arcas castellanas y, sobre todo, para sufragar los ejércitos desplegados por media Europa. La principal potencia de la época necesitaba fuerza militar para imponer su dominio, pero también legitimidad para justificar conquistas, colonizaciones y conflictos diversos.
Para lograr este dominio blando de Roma la monarquía española se fue ganando una posición de privilegio ya desde tiempos de los Reyes Católicos. Se emplearon diversos mecanismos, por ejemplo, las donaciones encaminadas a mejorar el estatus de la monarquía en la capital papal: Se sufragó la construcción del templete de San Pietro in Montorio de Bramante, o hicieron grandes aportaciones para otros proyectos representativos de la ciudad, como la la basílica de San Pedro. También se fueron colocando cardenales afines a la causa hispana en posiciones de influencia, bien por su origen español, o más pragmáticamente, por medio de generosas asignaciones de dinero que permitía a estos destacados príncipes de la iglesia construir palacios, mantener auténticas cortes, contratar artistas, embellecer la ciudad, u otras actividades menos nobles, a cambio de su agradecida fidelidad al Imperio.
Este colegio de cardenales afines permitió a la corona española tener un control directo sobre el pontífice que era elegido en cada ocasión. La mayor parte de los papas elegidos desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II, ya a finales del siglo XVII, fueron pro-españoles, puesto que los propios cardenales que los elegían lo eran por puro interés pecuniario, político o de otro tipo.


Sin embargo, el que quizás fuera principal elemento de sumisión de la Roma renacentista y barroca a la España imperial fue el ejército. Roma era una gran capital de un estado enclenque, incapaz de afrontar los gastos que suponía mantener un ejército a la altura de las circunstancias, y que pudiera enfrentarse con las potencias que se disputaban el dominio de la región. Hacía tiempo que ya no sólo se trataba de guerras a escala pequeña con los estados italianos vecinos, sino que Francia, el Imperio turco o España se encontraban en liza. Guardar una estrecha alianza con España permitía tener de su parte a la mejor infantería de la época, o construir armadas dignas de enfrentarse a los turcos. O, a falta de esto, tener dinero proveniente de España o allende el océano para pagar ejércitos suficientes para afrontar los conflictos de corte más local.
A esto hay que añadir la incapacidad del estado papal de generar, no ya riquezas para pagar al ejército, sino grano para alimentar a sus súbditos. De nuevo, los acuerdos con España durante estos siglos fueron de una importancia capital, y las importaciones de grano llegaron a tener un gran dependencia de los reinos españoles, especialmente de Nápoles, Sicilia y Cerdeña.
Sin embargo, los beneficios que la Corona obtenía a cambio de mantener en volandas al Estado pontificio eran con certeza muy superiores a los gastos que ocasionaba y en contra de lo que podría parecer de los párrafos que anteceden, Roma no era de las regiones que le salían al Imperio en la columna del debe. El secreto estuvo en la influencia que el pontífice ejercía sobre toda la Iglesia, incluyendo, por supuesto, las naciones españolas. Durante estos siglos, un pontífice tras otro, fueron imponiendo diferentes tasas sobre las rentas eclesiásticas que debían ser pagadas a la hacienda real castellana. Se recurrieron a diferentes justificaciones, por ejemplo la cruzada, que fue un impuesto destinado a pagar los gastos de la lucha contra los musulmanes, los andalusíes primero, y otomanos después; el subsidio, que estuvo vinculado a combatir a los piratas berberiscos; o el excusado, que se justificaba con las guerras inacabables y teñidas de religiosidad de Flandes; estos tres gravámenes se conocieron con el nombre global de las Tres Gracias, y fueron uno de los importantes beneficios que la corona castellana obtuvo de su especial relación con el papado.
Pero el beneficio de mantener Roma en la órbita hispánica no era meramente económico. De hecho, Roma era una auténtica clave de bóveda en el sistema ideológico de los Austria. El andamiaje religioso que pretendía sostener el Imperio era su papel como valedor, protector e impulsor del catolicismo. Esta monolítica ideología pretendía ser útil en la propia España, frente a judíos y moriscos; en América, como justificadora de la conquista de nuevos territorios; y en el Imperio europeo, como garantes autonombrados de la fe católica frente al embate protestante. Roma y el Imperio español elaboraron y llevaron a acabo la hoja de ruta ideológica, política e imperialista que se justificó con la religión y que se denominaron Contrarreforma.
La presencia española en Roma durante este tiempo fue preponderante, aunque por supuesto no fue la única potencia interesada en controlar el pontificado. Durante el auge del Imperio español la única potencia que intentó enfrentársele abiertamente fue Francia. Pero repetidamente derrotada por los Tercios, y debilitada por sus luchas internas entre hugonotes y católicos, sólo fue capaz de colocar un Papa decididamente pro-francés, Urbano VIII, en 1623, tras el fin del reinado de Felipe III y el comienzo del aún joven Felipe IV. Tras este papado, la facción española volvió a recuperar parte de su influencia y, aunque la potencia hispánica ya estaba en retroceso desde la Guerra de los Treinta Años, pudo manterner su estatus en Roma hasta el final del periodo de los Austria.
Roma y los Estados Pontificios nunca llegaron a estar nominalmente incorporados a los dominios españoles en Italia, pero de facto era prácticamente así. Este dominio informal de Roma se materializaba, no sólo en las peculiares y estrechas relaciones entre el colegio cardenalicio, el Papa y los intereses hispanicos ya descritos, sino también en la abundante presencia de castellanos, andaluces, catalanes o portugueses-que hasta 1640 formaban también parte del Imperio-, que se ha estimado llegaron a ser hasta un tercio de la población romana. Una nutrida población de cardenales, nobles, artistas-como Velázquez, Ribera o Tomás Luis de Victoria-, pero también comerciantes, artesanos, sirvientes, etc. procedentes de estos orígenes poblaban la ciudad, concentrándose especialmente en el Campo Marzio y proximidades de la Plaza Navona. Junto a esta plaza se construyó la iglesia de Santiago de los Españoles, y fue el escenario habitual de las representaciones del poder español en Roma. En esta importante plaza, en pleno corazón de la ciudad, se llevaron a cabo con frecuencia corridas de toros, procesiones y demás manifestaciones que eran tan populares, como auténticas escenificaciones de la relevancia de las naciones españolas en Roma.
En estas décadas Roma vivió su época más esplendorosa desde los tiempos de Augusto o Trajano. Es la Roma en la que el Renacimiento mostró de lo que era capaz y en la que se pergeñó el Barroco. Y todo esto fue posible gracias a la estabilidad política que dio la potencia dominadora, y la abundancia económica propiciada por el flujo constante de dinero desde los reinos españoles. Roma, tras el concilio de Trento, la fundación de los jesuitas y la invención del Barroco como elemento propagandístico de primer orden, se convirtió en la capital religiosa, ideológica y legitimadora del Imperio Universal que los Austria habían logrado construir. Con el fin del Imperio europeo de España, tras la Guerra de Sucesión a inicios del siglo XVIII, Roma dejaría de ser esa pieza central en el entramado político europeo, convirtiéndose más en una referencia nostálgica y escenográfica que en un elemento activo.

Este artículo ha salido publicado en Revista de Historia.es

Referencias:
La Roma española. Thomas J. Dandelet.
La cultura del Barroco. José Antonio Maravall.